01 Diciembre 2010

La ciudad que no hemos creado

Frente a los intereses inmobiliarios que han primado en la construcción de las ciudades de Chile incluyendo a los conjuntos habitacionales de vivienda social, surge el concepto que se ha entendido como equidad territorial, un modo ideal de asegurar accesibilidad y calidad en servicios básicos e infraestructura comunitaria en todos los asentamientos humanos administrados por el Estado.

A mí no me cabe duda que los chilenos y chilenas no son culpables de nacer donde nacen, y de tener determinadas las oportunidades de acceso al bienestar disponibles en razón de su localización. Aquí adolece la estrategia de desarrollo urbano considerada por el Estado, pero también escasea nuestra participación efectiva en el proceso de decidir en qué ciudad queremos vivir. El jueves 25 recién pasado fui a un seminario que se llamó “El Derecho a la Ciudad Justa”, realizado por la municipalidad de Maipú en un centro de eventos contiguo al histórico Templo Votivo de la comuna. El hecho de ser ahí, desafió la idea de que el “centro”, dondequiera que éste se encuentre, es el único lugar para hacer política o para ser ciudadano. Junto con los representantes del Ministerio de Vivienda y el alcalde de la comuna, llegaron diputados y profesores a exponer sobre el tema urbano que nos convocaba, mientras que funcionarios municipales, vecinos, organizaciones barriales y presidentes de unidades vecinales asistieron a escuchar a los “expertos”, dentro de quienes se encontraba el filósofo/político/matemático colombiano Antanas Mockus, dos veces alcalde de la ciudad de Bogotá y ex candidato a la Presidencia en su país por el Partido Verde. El seminario se abría a las 9:38 de forma bastante interesante con las palabras del alcalde de la comuna, Alberto Undurraga: “¿Qué ciudad queremos construir? Queremos construir una ciudad en la cual el desarrollo social se logre a nivel de barrio, donde existan estándares garantizados por habitantes y por barrios”. Luego vino la ministra de Vivienda Magdalena Matte, quien sostuvo que no teníamos una política de desarrollo urbano que fuera sustentable, que promoviera la calidad de vida en la ciudad. Sus palabras sonaron bastante sensatas, el problema, sin embargo, es que tampoco ha hecho demasiado por lograr esta sustentabilidad -o lo que algunos académicos llaman “integración urbana”. De hecho, como lo mencionaba en el seminario el subsecretario del ramo, la presión política desde el Estado históricamente se ha centrado en la superación del déficit habitacional de las familias más pobres, ante lo cual serían sólo los ciudadanos organizados quienes podrían posicionar el desarrollo urbano cono un tema político relevante a discutir. Sin embargo, esto no habría sucedido hasta hoy, pues de acuerdo al subsecretario, para los ciudadanos en general tiende a ser más importante el tipo de proyectos habitacionales relacionados al bienestar individual (subsidios, reparaciones o ampliaciones) en contraposición a los proyectos relacionados al desarrollo del barrio, como podría ser un proyecto de conectividad o infraestructura pública. Sin embargo, de alguna manera es el ciudadano de a pie quien tenía que exigir el derecho a una ciudad justa e inclusiva, pues la ciudad tiene que construirse de acuerdo al sentido que los propios habitantes hacen de ella. El problema es que en un país donde “todo se ha impuesto desde arriba” las personas no aprendieron a exigir sus derechos. Y esto se torna aún más complejo si consideramos que no es fácil exigir el derecho de habitar y decidir cómo vivir en la ciudad si se está a la deriva de tantos riesgos sociales como para estar invirtiendo recursos en un aspecto sumamente relevante, pero no urgente, como sí lo es el diario (sobre)vivir; pareciera que el ritmo de vida que se nos ha impuesto, imposibilita jugárselas por conseguir una vida de calidad día a día. Aunque la ministra de Vivienda (ya que declara no preocuparse demasiado del urbanismo, no pondré el título completo) diga que la política habitacional en Chile ha sido absolutamente exitosa en tanto garantiza el derecho a la vivienda propia -aún cuando sea por métodos que suelen privilegiar los intereses de unas pocas pero grandes constructoras inmobiliarias- parece que la situación se le fue de las manos, en términos de las consecuencias sociales negativas que se producen y reproducen cuando el Estado construye asentamientos urbanos adaptándose de modo tan eficaz a los criterios económicos del sector inmobiliario. Iván Poduje, académico del Instituto Estudios Urbanos de la UC ya lo dijo en este encuentro: la política de vivienda ha creado verdaderos guetos, como los Bajos de Mena en Puente Alto, Compañías en La Serena y Tierra Amarilla en Copiapó (sí, esto no ocurre sólo en Santiago); lugares donde la segregación espacial se potencia y se hace insuperable. La homogeneidad de las viviendas, la falta de acceso a equipamientos básicos de servicio y comercio, la escasez abismante de áreas verdes, en otras situaciones, sólo han contribuido a crear un sentimiento de anomia, una especie de subcultura marginalizada que posee sus propias normas de convivencia, potenciando la creencia de que otro orden alternativo es más provechoso que el vigente, dada la exclusión y estigmatización que sufren por residir en el lugar que la propia política habitacional chilena les asignó. Lo anterior como consecuencia de no preocuparse demasiado por la localización y el tamaño de los conjuntos habitacionales licitados a las empresas inmobiliarias. Pese al diagnóstico pesimista que he esbozado al dar cuenta de los abismantes vacíos que quedan por superar en materia de estrategias de desarrollo urbano, de modo de efectivamente poder hablar de “integración urbana”, está el llamado que se nos hace a cada uno de nosotros a incidir con voces y propuestas en el modo que actualmente se piensa la ciudad, dado que el hecho de vivir juntos nos entrega la facultad y el imperativo de decidir cómo vivir. Esto no lo llamaría participación ciudadana, fenómeno que tiende a ser considerado desde los organismos como altamente beneficioso si se otorga en pequeñas dosis, de modo que no afecte con su ruido la planificación ya realizada por “quienes saben”. Sostengo que lo que realmente se requiere aquí es democracia, una participación vinculante, un estilo de hacer política y un estilo de gobernar que no se base en la representación de nichos de poder, sino en el sentir y pensar de la gente, pues son ellos quienes tienen los requerimientos y necesidades. Además, son ellos quienes verdaderamente saben (sí, no son tontos ni irracionales como muchos policy makers piensan) lo que hacen en sus vidas cotidianas y las cosas que mejorarían su bienestar. Ahora bien, esto no se trata de altruismo o de simple empoderamiento, se trata de considerar, respetar y garantizar la dignidad humana. Es este el momento en que interviene Mockus para hablarnos con un tono claro, pausado y a veces disperso, sobre la creatividad en la gobernanza, la pedagogía en la política y un respeto profundo a la alteridad humana. A su juicio, la ciudad no tenía que ser justa, sino que tenía que ser una ciudad como la quieran sus habitantes. Porque, por ejemplo, si a él le preguntan de seguridad, él responde hablando de ciudadanía. He aquí el concepto y el fundamento de la praxis política que requiere Chile. Una ciudadanía bien entendida, respetada, pero previamente empoderada; los espacios hay que ganárselos, pero también hay que ofrecerlos. En palabras de Mockus, la calidad de vida no es sólo ahorro privado en una vivienda generalmente pequeña, sino que también se trata de espacios públicos escasos que hay que aprovechar y potenciar, de conectividad urbana y transporte (considerando al ciclista y al peatón mayoritario), de infraestructura comunitaria e instituciones. Y en esto Bogotá, la jurisdicción de Mockus las veces que fue alcalde, es un ejemplo de integración urbana; un desarrollo que se logró a pulso, con más recursos que los que se disponía, pero sobretodo, con una manera creativa de hacer política y de lograr los consensos sociales y políticos que eran necesarios. Una política que no se quedara entre cuatro paredes, sino que estuviera con la gente; una política en donde el micrófono no lo tenía tan solo el elegido, sino también el votante medio o el habitante de a pie; una política en la cual finalmente fueran más importantes las prácticas que fomentaran la equidad territorial que los discursos. Lo anterior significa postular a un nuevo estilo de gobernanza, en donde realmente prime el interés colectivo por sobre el interés individual; y sobretodo, en donde haya un plan de desarrollo detrás de los instrumentos técnicos de planificación urbana y no al revés, pues como lo decía el video motivacional del seminario, “pareciera que se tratase de dos Chiles distintos tras la misma cordillera, dos ciudades con una misma bandera”. No me cabe duda que los chilenos y chilenas no son culpables de nacer donde nacen y de tener determinadas las oportunidades de acceso al bienestar disponibles en razón de su localización. Es necesario, como lo decía Undurraga, generar un nuevo abrazo, donde con creatividad y principios claros se busquen socios estratégicos que permitan la inversión social en las comunidades y en los barrios, porque el problema del urbanismo no es un problema de un ministerio que no se hace cargo de manera suficiente y efectiva, sino que es un problema de todos. Ignacia Arteaga Estudiante de Sociología UC



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