25 Septiembre 2009

Espacio público y democracia

Salvo excepciones, el chileno no quiere sus ciudades. Se trata de una actitud fundada en la imposibilidad de ejercer influencia en el diseño de su entorno. Tal como podría ocurrir con este descabellado monumento a Juan Pablo II que pretende levantarse sin consultar a la ciudadanía. Columna opinión del arquitecto Sebastián Gray, publicada en La Tercera.com 25 de septiembre de 2009.

Se debate por estos días la pertinencia de una estatua colosal instalada arbitrariamente y por iniciativa privada en un espacio público de Santiago. La discusión ilumina uno de los aspectos más trascendentes de la cultura democrática occidental desarrollada desde los tiempos de Pericles en Atenas, y de la que somos herederos orgullosos: el destino y la pertenencia del lugar que habitamos colectivamente. No es casual que el término "política" provenga, literalmente, de todo aquello que concierne a la ciudad o "polis", y que al referirnos a los legítimos habitantes de una nación, les llamemos "ciudadanos". El espacio público es la más tangible expresión de libertad y democracia que conozcamos. En él estamos todos en absoluta igualdad de condiciones, compartiendo los mismos derechos y deberes de convivencia. Entre los derechos se cuentan fundamentalmente la libertad de movimiento, de reunión y de expresión popular, así como la belleza, la armonía y la salubridad; entre los deberes, nada menos que el respeto mutuo o urbanidad. Consustancial al concepto de democracia, el espacio público es el único escenario posible para los homenajes -monumentos o memoriales- que la sociedad decida rendir, siempre de común acuerdo, a los pilares de su propia historia, para mantener su orgullo y perpetuar su gloria. El Código Civil define estos lugares como "bien nacional de uso público", lo que difícilmente corresponde a la magnitud y complejidad de aquello que realmente constituye espacio público: un paisaje cargado de forma y significación. Calles, avenidas, parques y plazas están configuradas por las edificaciones, monumentos y vegetación que los rodean y, en este sentido, la voluble legislación chilena ha permitido en el último medio siglo un grado de descuido y libertinaje tal, que se traduce en la irremediable degradación de nuestro entorno urbano. Pensemos en el cableado aéreo, la propaganda monumental, la mutilación de árboles, la mediocridad constructiva. Peor aún: nuestra legislación no considera bajo ninguna circunstancia la participación ciudadana obligatoria en procesos de planificación y diseño urbano, cosa que en otras latitudes resulta hoy absolutamente imprescindible. Pareciera que, salvo dignas excepciones, el chileno no quiere sus ciudades. No me refiero sólo al transeúnte común, sino al legislador, al inversionista, al funcionario público; incluso -y tristemente- al ambicioso arquitecto. Se trata de una actitud fundada en la dramática falta de identidad entre ciudadano y ciudad; en la imposibilidad de ejercer una mínima influencia en el diseño y carácter de su propio entorno. Alienados todos por la constante desaparición de monumentos, barrios y atmósferas, so pretexto de un muy mal entendido progreso que se encarna en edificios fuera de escala y contexto, o en obras de infraestructura vial de enorme impacto, pero siempre impuestas verticalmente. Nunca explicadas de antemano y jamás debatidas. Tal como podría ocurrir con este descabellado monumento a Juan Pablo II que pretende levantarse en suelo público, sin consultar a la ciudadanía. En este sentido, el Estado tiene el urgente desafío de involucrar efectivamente al habitante en la administración y diseño de sus ciudades, precisamente para estimular un sentido de pertenencia, compromiso y orgullo cívico que es normal en todo el mundo, pero aquí ni siquiera imaginamos posible. Como reza el antiguo dicho: "No es que la gente quiera a sus ciudades porque son bellas; las ciudades son bellas cuando la gente las quiere".



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